Toda nueva tecnología introduce incertidumbres y angustias, sobre todo en aquellas personas que no se han socializado con ella. Muchas la perciben como una amenaza a su modo tradicional de satisfacerse, de obtener la información, aprender o vincularse. De allí sus posibles reacciones alarmistas. ¿Ha llegado el apocalipsis, como creía Platón cuando se inventó la escritura y desbancó a la memoria? No lo parece, pero es evidente que, junto a las virtudes de lo digital (información, vínculos, creatividad, avances científicos de todo orden, logística) hay algunos riesgos, especialmente para los más vulnerables por edad o por condiciones sociales. Desde la iniciación sexual vía el porno, el aumento de las apuestas, las diversas violencias, el aislamiento social o el control y monitorización algorítmica. Incluso las falsas promesas que hacen a madres y padres para llevar mejor la crianza de los hijos e hijas, augurándoles resultados mágicos y eficaces –que nunca llegan– gracias a sus apps de control.
Quizás el riesgo más importante es la absorción ilimitada de libido que produce esta nueva realidad digital. Se trata de una tecnología voraz, que devora nuestro tiempo, nuestro deseo, nuestros proyectos y actividades y siempre quiere más. No parece una adicción clásica puesto que no excluye nunca al otro de la ecuación, no le basta con el objeto, quiere que al otro lado haya alguien, que hable o comparta algo. Leer estos efectos de abuso del objeto en términos de adicción no nos ayuda, ya que no toma en cuenta el papel del otro en ese uso: los y las jóvenes que juegan a videojuegos o que chatean en diferentes aplicaciones lo hacen siempre con otro virtual, en muchos casos como prolongación de relaciones presenciales. Pero es evidente que ese amor al objeto hace difícil desprenderse de él sin sentir que te mutilan una parte de tu cuerpo.
La evolución y desarrollo de esta realidad digital nos ha llevado ya a detectar los primeros síntomas del agotamiento digital que empieza a ser un hecho global, al igual que lo fue el entusiasmo con el que acogimos la llegada de estos gadgets. Creímos que las tecnologías digitales automatizarían las tareas, nos liberarían de la pesadez del trabajo y nos dejarían más tiempo libre, ilusión que se ha revelado parcialmente falsa. Lo que ha ocurrido es que la hiperconexión ha acelerado nuestro tiempo vital produciendo un cierto burnout digital privándonos de otros modos de satisfacción (lectura, conversación, deporte).
Hoy ya observamos, cada vez más, una cierta fatiga1, incluso –o primero– entre sus promotores: muchos ejecutivos de las grandes compañías –Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft, las llamadas GAFAM– llevan a sus hijas e hijos a escuelas como Waldorf of Península (California), donde la tiza recupera el protagonismo. Constatamos también como algunos de ellos han abandonado esas compañías y se han convertido en los primeros “arrepentidos digitales” que crean webs donde ofrecen herramientas para desconectarse.2
En Catalunya vemos como cada vez hay más colegios que deciden declarar algunos espacios libres de móviles (patios) y familias concienciadas sobre el impacto de estas tecnologías en sus hijas e hijos, que deciden autorregularse y preservar algunos espacios familiares (comidas). Algo de la infobesidad parece haberse atragantado, y se impone la necesidad de un límite a esa voracidad, un derecho a desconectar(se). De momento son los primeros signos, pero podemos pensarlo como un buen inicio de esta revisión crítica del uso de los gadgets.
Estos cambios se registran primero en las clases con más poder adquisitivo, al igual que pasó con otros fenómenos como la medicalización del TDAH, donde primero fueron los hijos e hijas de las familias con más recursos los que antes accedieron al consumo de psicoestimulantes, para posteriormente irlo reduciendo al tiempo que lo aumentaban los de las más desfavorecidas. En el inicio de las nuevas tecnologías, fueron las familias con más recursos económicos las que accedieron a estos dispositivos y donde se evidenciaron, lógicamente, los primeros problemas en su uso y abuso. Ahora, con casi un 100% de hogares con móviles, son estas mismas familias las más concientizadas y las que siguen teniendo más recursos para regular ese uso: conocimientos informáticos sobre apps de control parental, sensibilización sobre riesgos concretos, tiempo para acompañar a sus hijos e hijas y proponerles actividades alternativas (viajes, salidas, cultura…) o buscarles escuelas donde se proponen métodos educativos más conciliadores con esta tecnología. Por el contrario, se calcula que los y las adolescentes de hogares con menos ingresos pasan dos horas y 45 minutos al día más ante las pantallas que los de aquellos de hogares de ingresos altos.3
El mercado insiste en tratar de convencernos de que todo en la vida lleva un chip incorporado de autorregulación. Don’t worry, be happy, parece decirnos, pero lo cierto es que lo pulsional, como nos enseñó Freud, no tiende al equilibrio sino a la entropía. La pasividad es ya una actividad que promueve, en el uso de lo digital, una fijeza a un lazo autoerótico con esa nueva superficie pulsional que es la pantalla y con ese objeto pegado al cuerpo. El buen uso de los gadgets, en cambio, tiene que ver con la posibilidad que ofrecen al sujeto de abrirse a otra cosa y encontrar así un lugar y una fórmula que no sea una mera repetición de lo mismo. Para que el deseo se mantenga como tal debe ir ligado al enigma, y más en un momento como el actual donde las respuestas, ya precocinadas, parecen sustituir a las preguntas que cada vez nos hacemos menos y que son el resorte de cualquier pensamiento propio.
[1] Ubieto, José Ramón. “La ‘fatiga Zoom’, un nuevo cansancio”. The Conversation, 21 mayo 2020. Disponible en https://theconversation.com/la-fatiga-zoom-un-nuevo-cansancio-138913.
[2] Ubieto, J.R. (coord.). Del Padre al iPad. Famlias y redes en la era digital. Ned, Barcelona, 2019.
[3] “Social Media, Social Life: Teens Reveal Their Experiences (2018)”. Common Sense Media (Disponible en Internet).
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