Las herramientas subjetivas de las masculinidades

El pasado 26 de Marzo fui invitada desde la sección de Mujeres , Género y diversidades y la Comisión de Cultura del Colegio Oficial de Psicología de Cataluña (COPC) a participar del coloquio de una obra de teatro, “Ariadna y el minotauro”, dirigida por Anna Estrada Verdaguer, dramaturgia y actuación de Ariadna Chillida Salcedo, acompañada de las actrices Júlia Genís Andreu y Júlia Cruz Sesé que se llevó a cabo en la sala DAU al Sec, Poble Sec. Barcelona.

La obra es una pieza de creación propia que explica cómo a partir de una experiencia traumática, en este caso una violación, se desencadenan una serie de procesos psicológicos, físicos, institucionales y  sociales que muy a menudo no se tienen en cuenta, no se reflexionan, ni se logra dar respuestas reparatorias adecuadas  para quienes transitan las violencias en primera persona.

La obra es cruda, intensa, de una gran belleza escénica y artística lo que nos  permite poder observar desde otra perspectiva, la del arte, cómo operan las distintas violencias estructurales sobre los cuerpos subjetivados como “mujeres”, cómo opera la moral, las culpas y los prejuicios, entre otros.

En este sentido las escenas nos van llevando a comprender cómo esas mismas subjetividades, dependiendo de sus redes acompañamiento y escucha, respuestas institucionales reparatorias, sensación de seguridad y acceso a la salud integral, procesamiento emocional y, sobre todo, herramientas para canalizar el dolor psicológico, pueden transformar un hecho traumático individual, vivido muchas veces en silencio y de forma como irreparable, en una problematización colectiva y desculpabilizante que permite otro lugar subjetivo para quienes reciben las violencias. Esto es, mover del lugar meramente traumático y patologizante esa vivencia de violencia socio-estructural, quitarla del espacio  privado y recolocarla en su lugar de origen, lo público.

Muchas psicólogas feministas llamamos a este proceso politización del dolor subjetivo, proceso posible gracias a todos los avances que históricamente vienen produciendo los distintos feminismos, en definitiva es la construcción de herramientas “sanas”, colectivas,  por así decirlo, reparatorias, transformadoras para tramitar experiencias emocionales dolorosas y de alto impacto psicológico.

A partir de este punto es donde se produce, a mi entender, la necesidad de un análisis más profundo ya que la sala contaba con la presencia de un gran porcentaje de cuerpos subjetivados como varones, expectantes de la obra y la temática puesta en escena, imagino interesados en lo que sucedía en el espacio, probablemente sensibilizados con el tema, lo que daba sentido a su estar allí un sábado por la noche.

Claramente la obra hacía referencia a “ellos” no en sentido literal, por supuesto, sino  parafraseando a la antropóloga argentina Rita Segato, “a las construcciones de masculindades que operan en esas estructuras elementales de las violencias machistas”.

En este sentido, creo que uno de los momentos interesantes para pensar las masculinidades y sus presencias/ausencias en relación a las violencias sexuales fue el momento del coloquio, donde se pudo no solo dar voz a las creadoras de cómo habían vivido el proceso artístico, sino  también se pudo dar voz a esos varones expectantes donde alguno devolvió preguntas que, paradójicamente, los interpelaba aunque  la gran mayoría devolvió un absoluto silencio.

Probablemente por el contexto de exposición, por vergüenza de poner la palabra frente a otres desconocides, por “no saber que decir” muchos evitaron dar su reflexión pero cuando uno de los presentes se animó a hacerla, mencionó que creía que había una generación de hombres que se los había educado para reírse de las violencias o no meterse si algún amigo la reproduce, para banalizar/actuar el dolor, o para producir prácticas que se convierten en una cultura de la violación, también dijo que sentía que no tenían herramientas para enfrentar las situaciones dolorosas, y yo agregaría enfrentarlas de una manera que no sea a través de las agresiones, de la autoridad o de la destrucción subjetiva, todos mandatos de representatividad masculina.

Es decir, estamos frente a un repertorio de respuestas que no sólo, y sería el análisis más simplista de las violencias, hace daño, pone en riesgo a les demás, es reprochable y machista, sino que también este repertorio que se pone en marcha frente a las incomodidades, desautorizaciones, discusiones, conflictos, desacuerdos y malestares  masculinos es sumamente limitante para el desarrollo psicológico y vincular de los mismos, aunque opera como una especie de sustituto identitario temporal y de “pseudoprivilegios” que no permite muchas veces su interpelación y su transformación.

En este sentido, creo de gran importancia poder pensar cuáles son las herramientas subjetivas y colectivas que propone el patriarcado a las masculinidades para resolver el cotidiano, para defenderse de una agresión, una experiencia de dolor, los cambios vitales, las violencias del mundo, las violencias propias, las de otros, los cuidados, las frustraciones y analizar si esas herramientas dan lugar al deseo, al placer y a la vida.

Como feminista y psicóloga pienso que las violencias requieren una análisis muy complejo, requiere poder ver un más allá de la escena en sí misma, requiere volver a mirar ese Minotauro que ha caducado sin sistemáticamente ir de la patologización al punitivismo porque sabemos que solo nos otorga la punta del iceberg y, por otro lado, sabemos que ese vaivén nutre la industria y el  despliegue de todo un mercado psi  de posibles soluciones de “autocontrol y autogestión emocional” para varones, sin remover del todo las estructuras sociales y subjetivas que requiere el enquistamiento en las  identificaciones patriarcales. Para ello, creo, necesitamos ver esa falta de herramientas comunicativas, expresivas, cuidadoras, empáticas, amorosas que opera en la gran mayoría de las masculinidades que no han podido/decidido dar el paso del pseudoprivilegio al desarrollo de la salud integral. Es así, que Clara Serra, pensadora e investigadora feminista  dice; “El poder nos hace, pero nos deja inacabados, y es esa falta sobre la que se puede producir una política emancipatoria. Que los sujetos deseamos  es el rasgo fundamental de la identidad que la política tiene que tener en cuenta para interpelarnos, convencernos…”.

Desde esta mirada la salud mental juega un rol fundamental en esta transformación social a la que apuntamos, insistiendo en reforzar intervenciones,  espacios de reflexión, secciones, formaciones,  donde se trabajen desde una perspectiva feminista interseccional las masculinidades y sus efectos socioestructurales.

María José Gonzalez Prado

Psicóloga feminista interseccional

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